«En las orillas del cielo»

En las Orillas del Cielo. José Verón
Tropo Editores, Zaragoza, 2007

José Luis Gracia Mosteo
LAS ORILLAS DE LA PERFECCIÓN

“José Verón Gormaz a sus sesenta, en su Calatayud natal, junto al río de Marcial, es un viejo hidalgo rural magro y cálido, contenido y desaliñado; un personaje comedido y cabal, pero no exento de ironía; un émulo de su antiguo paisano que rechaza los mármoles y los fastos y prefiere la vida apacible y provinciana de su Bílbilis natal; un hombre calmado y aparentemente severo; un escritor que se enfrenta al azul de los días con estoicismo pero con placer; un ciudadano que camina por la calle entre la consideración que es cariño de sus convecinos, que ha superado un cáncer en la sangre y aprendido a aceptar lo malo y lo peor, que pertenece a una familia patricia dedicada al vivero de árboles, ha vivido siempre en contacto con la naturaleza y sabe que nacer y morir son hechos naturales.
Sereno, lector de poetas de calado como Octavio Paz, Rilke, José Ángel Valente o San Juan de la Cruz, pero también de Lezama Lima, Cirlot y Francisco de Quevedo; dueño de una “extraordinaria musicalidad verbal” según le reconoce Ildefonso Manuel Gil, que le lleva del endecasílabo al verso libre pasando por el alejandrino (“Mi vida es culto al mundo de los cuerdos, / mi culto a la locura es el poema”, escribe); inclinado a la reflexión filosófica de corte estoico, buen adjetivador, Verón Gormaz es, como apuntó Antón Castro, una mezcla de escritor, antropólogo y fotógrafo que recuerda a Juan Rulfo; el autor de un mundo elegíaco que aún se puede visitar.
Dice Javier Barreiro en su Antología Poética de Verón que probablemente Pequeña Lírica Nocturna y Legajo Incorde sean las obras más destacadas de este escritor; yo añadiría sin dudar Epigramas del Último Naufragio por su inteligencia, ingenio y musicalidad, además de por recuperar brillantemente el epigrama; sin embargo hay atisbos de genialidad en no pocos de sus poemarios, esa genialidad del árbol y la savia que no tiene nada que ver con el artificio sino con lo que llega de la tierra.”
Valga este retrato joyceano del artista maduro, realizado hace unos años, para reafirmarnos (opinión compartida por tantos críticos) en que José Verón es uno de los grandes poetas aragoneses del siglo XX, algo que confirma su último trabajo Las Orillas del Cielo, recientemente aparecido en la colección Intensa de bolsillo de la editorial Tropo, un libro donde el genio del poeta se torna en genialidad. Valgan los ejemplos de unas líneas más abajo para corroborar que este sustantivo tan vacío de significado en nuestros días (genialidad) es aquí literal.
Pero empecemos por abrir el libro. Las orillas del cielo comienza con una cita de Li Po que dice: “Hablo en voz baja: temo que se despierte el cielo.” Ese será el tono del poemario: la poesía sin fanfarria ni alharacas, el verso contenido y meditativo, la búsqueda (perdón, busca) de lo que se esconde tras la física. Porque no hemos llegado aún al primer poema, cuando el autor vuelve a insistir con una segunda cita, en este caso de Mark Strand, que delata su intención: “Tengo una llave / y abro la puerta: entro / y está oscuro; entro / y está más oscuro. Entro…”, es decir, nos avisa de que el viaje que estamos a punto de empezar no es un periplo tras la forma, el continente o la imagen, sino tras el fondo, el contenido y la esencia.
No encontraremos, pues, malabarismos en este poemario, José Verón como Juan Ramón Jiménez en su última etapa, aquella que denominó “suficiente”, ha desnudado de ropajes su poesía y persigue la metafísica y la idea. Tampoco, delirios formales. Creo haber oído al poeta Hilario Tundidor en Madrid que para escribir verso libre hace falta demostrar que se denomina el clásico, es decir, que para repudiar la métrica hace falta haber bailado primero con ella sin pisarle; y conservo las palabras que me dijo Rafael Alberti en la Cacharrería del Ateneo hacia 1982 en presencia de José Siles y la poetisa Pilar González España, hablando del contraste entre Sobre los Ángeles y Marinero en Tierra: “El surrealismo exige el conocimiento del realismo”, algo que hacen cierto los primeros versos de este libro, cuatro alejandrinos que nos abren la puerta a un trasmundo emocionante, casi doloroso de tan descarnado, de reflexiones, premoniciones y ensueños (el poeta sigue la senda de T. S. Eliot en los Cuatro Cuartetos); un trasmundo de sentimientos pensados (aunque tal vez de pensamientos sentidos) vertido en endecasílabos, heptasílabos, alejandrinos y versos libres perfectos.
Veamos algunos ejemplos. Escribe Verón en La Raíz del Misterio: “Invadieron el tiempo / cuando el tiempo dormía / y sembraron la nada de relojes.” He ahí una de las refutaciones del tiempo (permítaseme usar el título de Jorge Luis Borges) más exactas y hermosas, la cima del estoicismo (no hay nihilismo aquí: el poeta no muestra amargura, sólo constata: “sembraron las nada de relojes”…) Pero continuemos con el retrato de este mundo de teocracias y “neocon” (neoconservadores) que cifran sus decisiones en el derecho canónico: “¿Estáis viendo las llamas? / ¿Oyes los estallidos? / En los pueblos que gobiernan los dioses, / el diablo hace fortuna”, dice en Tristes Historias. “En los pueblos que gobiernan los dioses…”, he ahí un endecasílabo impecable al que cierra un heptasílabo definitivo; he ahí el destino y la Historia, algo que remata varios poemas más tarde con los versos de La Catedral: “Un anhelo de límites invadió las ciudades. / Las plegarias brotaron entre luces y sombras / para buscar la fe de los vientos lejanos. / La humana soledad / encerró al infinito en altos muros.”
Detengámonos en la estructura. Tras el primer hemistiquio, “un anhelo de límites”, el lector accede a un lugar “de altos muros” donde se ha refugiado un animalillo que se ha atrevido a pensar. El precio a pagar por ello será alto: la contemplación desolada de nuestra suerte, es decir, la soledad abasoluta. Obsérvese cómo el discurrir imparable de los alejandrinos se rompe al llegar al cuarto verso, un heptasílabo que cuelga ahorcado del techo de los que le preceden y debajo del cual sólo se encuentra el vacío, es decir, nuestra suerte, contenido en once sílabas. He ahí el magisterio del poeta que persigue lo indefinido, la prosopopeya de la soledad que desborda a su continente, la hipérbole, que es paradoja, de un infinito encerrado…
Pero detengámonos ya, porque Las Orillas del Cielo reúne algunos de los poemas más bellos y hondos que se han escrito en los últimos 25 años en Aragón hasta constituirse en un monumento que es nuevo Cementerio Marino, aquí Celeste, que encantaría a Valéry y que hará las delicias de los que gusten de la belleza maridada con la hondura. He aquí un caramelo para los filólogos del futuro (el libro es un prodigio de recursos estilísticos); un libro de cabecera para los amantes de la física y la metafísica en poesía; un libro en las orillas de la perfección.
Comentábamos al comenzar esta reseña las dos citas que son frontispicio del libro; bueno será añadir la que sirve de cierre y que firma Paul Celan: “Alabado seas, Nadie.” Las Orillas del Cielo o donde el misterio se hace belleza.

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